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Desapego

Y la música suena más fuerte y llega la sensación recargada de que todo está bien, una mezcla de paz y euforia más intensa con los shots que van y vienen. Los veo a todos sonriendo, disfrutando y dejándose llevar…me dejo llevar también hacia un lugar cualquiera donde solo existe el momento. Primero bailo solo, luego con alguien, y luego con todos, y no importa si se quedan o se van; vuelvo a sentir ese desapego que se parece a la libertad. Las luces se prenden y se apagan, y cambian de color, y estoy ahí, siendo yo, pero nadie puede verme como soy. Un trago más de cerveza helada que ahora pasa como agua y me fijo en la Martina que se quita el saco y se recoge el pelo por el calor, y el cuello le queda desnudo, como las orejas sin aretes, y me mira de lejos con esos ojazos. Un “Buenos días, señor…señor, buenos días” me trae de vuelta a la realidad. Abro los ojos y ya no hay música ni gente ni luces, solo un paisaje armónico por la ventana del tren, y en lugar de la Martina, una señora m

El Coffee Shop



El corazón le latía como si hubiese corrido una maratón; le faltaba la respiración. Una paloma blanca que sobrevolaba el río le distrajo y escuchó el tañido de las campanas de la iglesia anunciando su partida. Su cabeza estaba a punto de estallar. Imaginó a un pequeño carpintero intentando escapar, dándole golpecitos constantes en el cráneo con un martillo. Sus sentidos se agudizaron y podían percibir los estímulos que viajaban a toda velocidad tropezando unos con otros.

Estando tan cerca de la muerte, se percató de aquellos detalles que se le escapaban a la cotidianidad. Fue testigo de la fuerza de la vida con el movimiento de las yerbitas que se elevaban a través de las veredas; del caminar apremiante de las hormigas sobre las divisiones de los adoquines; del sigiloso marullo del río impulsado por la tímida corriente; y de un sinnúmero de tonos de voz formando melodías entre las conversaciones.

Un coche fúnebre se estacionó a pocos metros. Se sentía como la hoja de un árbol en caída libre a disposición del viento. Sentado en una gradita junto al coffee shop, tenía el codo apoyado sobre la rodilla y con la palma de la mano se sostenía el mentón, esperando con desidia, más que con miedo, la llegada de la muerte. La pesada fatiga le impedía moverse y libraba una batalla constante contra la tentación de echarse al piso y entregarse al abandono. No alcanzaba a entender en qué momento su inocente arrebato, producto de la juventud, tomó el rumbo de la tragedia.

El jueves, cerca del mediodía, entraron campantes al coffee shop para inmortalizar su paso por aquella ciudad de almas libres y semblantes sombríos. Compraron un cigarro sin saber con certeza lo que contenía y lo consumieron con el entusiasmo propio de los principiantes, aprovechando al máximo cada bocanada de aire verde porque temían consumirlo todo antes de que pudiesen siquiera levantar el vuelo. Después de haber aspirado profundamente seis veces, Pablo advirtió los gestos burlescos de los demonios que se formaban con el humo que salía de su boca y buscó desesperado la puerta para atrapar un poco de oxígeno. 

Felipe salió con él. El malestar se le hacía eterno. Pese a que su amigo parecía aún no estar convencido de la gravedad de la situación, lo vio decidido a desempolvar su inglés para pedir ayuda a la gente que pasaba por la calle. Pablo, por su parte, dispuesto a agotar los recursos para salvarse, empezó a gritar a todo pulmón con la esperanza de ser socorrido. En medio del escándalo, salió la señora que les vendió el cigarro exasperada por tranquilizarle y sosteniéndose el pecho le decía: «Sólo respira». 

Sabía que la muerte lo sorprendería en cualquier momento, pero a decir verdad, deseaba para su existencia un final mejor, un motivo loable por el que valiera la pena dejar el mundo. Un zarpazo de viento helado lo confrontó con la soledad de la lejanía y el vacío de los sueños aplazados. Se arrepintió de la insaciable voracidad con la que había actuado hasta entonces, de sus intenciones deliberadas de coleccionar relámpagos de alegría en lugar de disfrutar el día como llegaba, de haberle pedido a la vida más emociones de las que ya le había regalado.

Los dientes carcomidos de un hombre con aspecto de vagabundo le devolvieron por un instante a la realidad. Le examinó las pupilas con el rigor de un médico y le dio su diagnóstico: «Vas a estar bien, no te preocupes». No sabía si creerle pero por algún motivo sus palabras lograron tranquilizarle; tenía toda la apariencia de haber salido de alguna de las alcantarillas aledañas y, a pesar de su desconcierto, Pablo pudo percibir que se trataba de un consumidor a tiempo completo.

En el clímax de la angustia, Felipe se sentó a su lado, paralizado por la zozobra. Las cosas resultaron completamente diferentes. Pablo había prometido cuidarlo en caso de que algo saliera mal, pero al final, era su mejor amigo quien estaba cuidando de él. Los ojos de Felipe se llenaron de lágrimas. 

“No te sientas culpable por esto, no es culpa de nadie.”, dijo Pablo. “La muerte llega cuando le da la gana.” De pronto, sintió un profundo alivio en la cabeza, el pequeño carpintero que le golpeaba había logrado escapar, la taquicardia estaba cediendo y respiró una brisa primaveral. Lo peor había pasado. Todavía no era su hora.

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Comentarios

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